Estimados lectores:
Tengo el gusto de presentaros este texto sobre la Inquisición Española, que
considero muy bien documentado y creo necesario su difusión en este Blog de la
Academia de Hernán Cortés, para reafirmar nuestra opinión sobre la Verdad Histórica
de nuestra cultura hispanoamericana. Este estudio comparativo entre las
actuaciones de la Inquisición en España y de la Inquisición Protestante de los
países donde más intensamente se ha difundido la Leyenda Negra contra la
religión católica y la cultura española; es muy importante leerlo y enterarse
de los horrendos crímenes que los herejes del norte europeo cometieron contra
los disidentes a sus religiones oficiales.
Luis Ozden.
LA INQUISICIÓN DE LA IGLESIA Y LA JUSTICIA DEL REY
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ SANZ
El público culto de nuestros días cree de buena fe que
la Inquisición era una
monstruosa y criminal organización destinada a torturar
y quemar vivos a seres inocentes que no creían firmemente o que no cumplían los
preceptos de la Iglesia Católica. Para conocer la verdad de qué pensaban y cómo
vivían las personas de la Edad Moderna (ss. XVI-XVIII), y tratar así de
entender mejor la función y acciones de la Inquisición, es necesario establecer
una comparación entre la actuación de la Inquisición y el funcionamiento de la
justicia ordinaria o los tribunales civiles de aquellos siglos (“la justicia
del Rey”, como se les llamaba generalmente). Y esa comparación debe presentarse
sistematizada en varios pasos o fases.
Por rigor intelectual, y por sentido común, para hacer
una comparación entre instituciones históricas es preciso partir de un
principio que es la norma de todo verdadero historiador serio: no se puede
juzgar, ni valorar, ni explicar el pasado con los criterios y valores del
presente. Ya sabemos que hay otro tipo de “historiadores” que hacen lo contrario,
y por eso sus teorías y curiosas ideas son las más jaleadas, repetidas y
difundidas; ante este hecho hay que recordar que Emil Ludwig, en su biografía
de Bismarck, recogía unas curiosas palabras del Canciller: Hay dos clases de
historiadores. Los unos hacen claras y transparentes las aguas del pasado; los
otros las enturbian.
En segundo lugar, es preciso recordar uno de aquellos
criterios o valores: aunque el concepto y la doctrina de lo que es el Estado no
estaba desarrollado plenamente (sobre todo en la mentalidad de las gentes
sencillas), sí estaba universalmente entendida y extendida la idea de fidelidad
al Rey, a quien se suponía el único soberano de cada territorio (en nuestros
días, en los países democráticos el soberano es el pueblo, y en los países
socialistas, comunistas y autocráticos [como en el Zimbawe de Mugabe] el Estado
es el soberano y el propietario de los medios de producción). Para aquellas
gentes, desobedecer al Rey era el delito de felonía, y abandonar, engañar, o
burlar al Rey era el delito de alta traición; y ambos se pagaban con la muerte.
Por eso, la conducta de traición o de engaño a Dios (superior al Rey), era aún
más grave, y se castigaba no sólo con la muerte, sino con una muerte cruel como
“castigo” al delincuente y espantosa para “ejemplo” y advertencia a los demás.
Esas muertes solían ser en la hoguera.
En tercer lugar, contra la falsa, famosa y difundida
“leyenda negra” antiespañola, hay que recordar que las condenas a muerte por
cuestiones religiosas no eran exclusivas de España ni de la Inquisición, sino
algo corriente en toda Europa: así ocurría en la Inglaterra anglicana (por
ejemplo, con Tomás Moro), en la Francia de los calvinistas hugonotes, en la
calvinista Ginebra (con Miguel Servet, y con otros muchos antes y después de
él), entre los luteranos alemanes (con sus famosas “guerras de religión”, como
en Francia) e incluso en la Rusia ortodoxa de los voivodas y zares.
Un cuarto punto sería recordar que la Inquisición
española no fue ni la primera ni la única. La primera y modelo de todas las que
vendrían después fue la inquisición judía, una institución semi religiosa y
semi política. La “inquisición” o averiguación sobre alguien, junto con el
castigo posterior si el resultado de esa investigación mostraba que su acción
era reprobable, no es un invento medieval sino de la antigua teocracia judía:
en el Antiguo Testamento (Deut 17, 2-7), se determina cómo debían ser los
juicios en Israel para quien ofendiese a Dios de palabra o de obra, ordenando
una indagación o inquisición, un juicio y la correspondiente condena. Por eso,
este sistema se aplicó a Jesucristo, que fue espiado y discutido por sacerdotes
(Mt 21, 23) y fariseos (Mt 22, 15-22); luego fue apresado por ellos en el
Huerto de los Olivos (Mt 26, 47-56), llevado ante el Sanedrín y condenado por
los sacerdotes y autoridades judías (Mt 26, 57-66). La antigua Sinagoga
distinguía tres grados de anatema o condena: la separación (niddui), la
excomunión (herem) y la muerte (schammata); con arreglo a esto, juzgaron y
condenaron a Jesucristo al schammata (Jn. 18, 14 y ss.), y se lo entregaron a
los romanos para que le mataran.
Esta inquisición y su sistema de
apresamiento y condena se ve más clara aún en los Hechos de los Apóstoles (8,
1-33 y 9, 1-30), donde se narra la persecución judía contra los primeros
cristianos y cómo el Sumo Sacerdote envió a Saulo hacia Damasco para averiguar
si los judíos de Siria se habían hecho cristianos, y en ese caso traerlos
encadenados a Jerusalén: durante su viaje a Damasco, el inquisidor judío Saulo
se convirtió al cristianismo y se trocó en San Pablo, el decimocuarto apóstol
cristiano.
Más tarde, a caballo entre la Plena y la Baja Edad
Media, apareció en Europa la Inquisición medieval. Europa sufría una grave
conmoción: en Flandes habían aparecido unos predicadores que enseñaban extrañas
doctrinas y, como el pueblo flamenco los consideró herejes, se vieron forzados
a huir. Se refugiaron en el suroeste de Francia, en torno a Albi: por eso los
eclesiásticos los llamaban “albigenses”, pero el pueblo los conocía como
“cátaros”. El problema era que no sólo hablaban de dogmas y sacramentos
religiosos, sino de instituciones sociales, como el matrimonio, la jerarquía
(la eclesiástica -papado- y la civil -monarquía-). Siguiendo los precedentes
judíos contenidos en las Sagradas Escrituras, la Iglesia creó también un
sistema de averiguación sobre la posible herejía: en su bula Excommunicamus, de
1231, el papa Gregorio IX instituyó un Tribunal de la Inquisición para perseguir
la herejía de los cátaros o albigenses.
De ese modo la Curia pontificia tomaba las riendas en
el asunto de las herejías, se reducía la responsabilidad de los obispos en
materia de ortodoxia, se sometía a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado,
y se establecían severos castigos; el cargo de inquisidor fue confiado casi
exclusivamente a frailes franciscanos y dominicos por su mejor preparación
teológica y su rechazo a las ambiciones mundanas. Al poner bajo dirección
pontificia la persecución de los herejes, el papa se adelantó al emperador del
Sacro Imperio, el suabo Federico II Stauffen, quien previsiblemente quería
tomar esa iniciativa para utilizarla con objetivos políticos. Restringida en
principio a Alemania y Aragón, la nueva institución entró enseguida en vigor en
el conjunto de la Iglesia, aunque no funcionara por entero o lo hiciera de
forma muy limitada en muchas regiones de Europa. Tiempo después, cayó en desuso
y permaneció así durante siglos.
Otros herejes de la época, condenados ya en el IV
Concilio de Letrán, de 1215 (Dz 434), eran los valdenses. Tras ser aplastados
los albigenses en la cruzada levantada contra ellos, los valdenses fueron las
siguientes víctimas de la Inquisición en Francia: en 1487, el papa Inocencio
VIII organizó una cruzada contra ellos en el Delfinado y Saboya (hoy
territorios de Francia).
Por estos años apareció la Inquisición española. Es
sabido que, tras las persecuciones europeas contra los judíos y su expulsión de
los diversos reinos (los primeros fueron los ingleses en 1290, con Eduardo I),
muchos de ellos se refugiaron en los diversos reinos cristianos de España. Su
preparación y su fraternidad étnico-religiosa permitieron que volviesen a
detentar puestos dirigentes en todos los reinos y ámbitos. Las gentes del
pueblo miraban con aversión a los que, viniendo de fuera, se adueñaban de lo de
dentro; por si fuera poco, la peste negra y otros acontecimientos extraños (los
martirios de Santo Dominguito del Val y del Santo niño de La Guardia -Toledo-,
que no eran propiamente ritos religiosos judíos, sino ritos satánicos hechos
por odio a Cristo) concitó mucha enemistad hacia sus autores.
Muchos judíos se convirtieron entonces al
Cristianismo, pero parte de ellos seguía practicando su religión y ocupaba puestos
hasta en la Iglesia, burlando la fe de las gentes y profanando la religión. Y
esto era lo más grave: si entonces la traición al rey era el delito de felonía
y lesa majestad que se castigaba con la muerte, la traición contra Dios y su
religión era un sacrilegio o pecado nefando que merecía el peor castigo. De ese
modo, a fines del siglo XV recibieron los Reyes Católicos las quejas de sus
pueblos contra los “falsos cristianos” judíos y moriscos, que se mofaban de
Cristo y de los dogmas de la Iglesia y actuaban en contra de los intereses del
reino. La realidad es que hubo muchos judíos y musulmanes que se bautizaron de
buena fe y con toda sinceridad, pero otros lo hicieron para no ser molestados y
proseguir sus negocios: estos últimos eran los que constituían una semilla de
herejías y de discordia social, y los más escandalosos eran los falsos
conversos que habían llegado a sacerdotes y obispos de la Iglesia y se reían de
los dogmas, devociones y ceremonias cristianas.
Además de la aversión popular, estaba la académica y
erudita de los propios conversos: el Fortalitium Fidei de Fr. Alonso de Espina,
y la Historia de los Reyes Católicos del cura de Los Palacios (1478), ambos
judíos: sus obras eran antijudías y acusaban a los falsos conversos de haberse
infiltrado en el episcopado y el sacerdocio, poniendo en peligro la
cristiandad. Para depurar a los culpables y respetar a los inocentes, los Reyes
pidieron al papa Sixto IV que introdujera la Inquisición también en Castilla,
pues en Aragón ya había existido. La creación del Santo Oficio de la
Inquisición tendría un carácter especial en España por depender los jueces
inquisidores directamente de la Corona. El papa Sixto IV se lo concedió por la
bula Exigit sincerae devotionis affectus (1478), siendo su primer inquisidor
general el dominico judío (converso) Tomás de Torquemada, al que sucedieron
otros de similar procedencia: de ahí viene la expresión “el furor de los
conversos”. El investigador judío Henry Kamen ha destacado que, al ser la
Inquisición española un instrumento mediatizado por la Corona, muchas de sus
actuaciones deben explicarse más bajo esa perspectiva que bajo la del fanatismo
de la Iglesia. Hay que destacar que la Inquisición española perseguía no sólo
los delitos de herejía (recuérdese que en toda Europa se actuaba de igual
forma: así Calvino con Servet, o Enrique VIII con Tomás Moro), sino también la
blasfemia, la homosexualidad o sodomía, el adulterio -tanto el masculino como
el femenino-, y otros pecados socialmente rechazables en la mentalidad de la
época, castigando cada uno de ellos según su gravedad.
Se puede decir que la actividad de la Inquisición en
España se dirigió inicialmente, desde 1478, contra los falsos conversos judíos,
a pesar de que los primeros inquisidores eran también judíos (conversos).
Posteriormente, desde 1502 su actividad se volcó contra los falsos conversos
moriscos; más tarde, desde 1520 y tras el estallido de la reforma luterana, se
dedicaría a extirpar la herejía protestante. Su lema era un versículo bíblico:
Exurge Dómine, et iudica causam tuam (Sal 74, 22); su escudo o blasón, una cruz
(generalmente, verde), con una rama de olivo a su derecha y una espada
desenvainada a su izquierda. Y es
preciso recalcar un hecho, a menudo desconocido: la Inquisición no tenía jurisdicción
sobre musulmanes y judíos, sino sólo sobre cristianos, por lo que podía
perseguir como criminales contra Dios y su Iglesia solamente a los falsos
cristianos o falsos conversos.
La Inquisición actuaba mediante denuncia previa, que
solía ser secreta. El acusado era apresado y se le tomaba declaración, pudiendo
ser en ella sometido a tormento: ése era entonces el procedimiento habitual de
la justicia civil en toda Europa. También podía presentar testigos de descargo,
pero el testimonio de dos testigos de cargo veraces anulaba las protestas de
inocencia del acusado. Las penas impuestas variaban desde la residencia en un
convento para los casos leves, al público azote a los adúlteros paseados en
burro y montados al revés con grandes cuernos puestos sobre su cabeza, a la
exhibición pública del sambenito (un largo escapulario amarillo) en los más
serios y públicos, e incluso para los más graves -predicar o escribir herejías-
se podía llegar hasta la muerte; pero
esta pena nunca la aplicaba la Inquisición, sino que entregaba los condenados
al brazo secular o justicia del rey, que era la que ejecutaba de hecho la
sentencia inquisitorial en un solemne y público auto de fe con propósito
ejemplarizante. Si el reo estaba huido, se le quemaba en efigie (la mayoría de los casos), junto con sus
libros si los había escrito.
Por el contrario, si los denunciados eran hallados
inocentes -una vez investigados- se les ponía en libertad: en el s. XVI fueron
denunciados, apresados e interrogados muchos conocidos personajes que, una vez
probada su ortodoxia, fueron absueltos y canonizados por la Iglesia: San Juan de la Cruz, Santa Teresa, etc.
Y lo mismo puede decirse de los teólogos (como Fr. Luis de León), de los escritores de temas religiosos (Fr. Luis de Granada), de los fundadores de
grupos y congregaciones religiosas (San
Ignacio de Loyola) y de otros muchos que tocaban directamente temas
religiosos: casi todos fueron investigados por la Inquisición, que absolvía a
los inocentes y sólo castigaba a los probadamente culpables del delito de
herejía o de otros delitos sociales y religiosos. A pesar de ello, también en
esa institución hubo errores e incluso abusos, como el ocurrido con el
mismísimo Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y cardenal primado de
España.
La Inquisición
era severa, pero generalmente muy honesta y rigurosa y no tenía la crueldad con
que ha sido retratada en la “leyenda negra”: si aplicamos la visión comparativa,
encontramos que a lo largo de sus más de trescientos años de existencia, la
Santa -como el vulgo la llamaba- en España condenó
a muerte a un número de reos similar al de las brujas quemadas en Inglaterra
durante un solo año del s. XVII, como señaló H. Eric Midelfort tras estudiar
1.258 ejecuciones por brujería en el suroeste de Alemania entre 1562 y 1684,
algo que “olvidan” ciertos historiadores que se autodenominan progresistas y se
creen científicos. La Inquisición española pervivió hasta el s. XIX, en que
fue definitivamente abolida. En nuestros días, como es lógico, la mentalidad
social rechaza la Inquisición porque nadie debe ser forzado a aceptar una
determinada fe religiosa, y porque hoy se condena -teóricamente- toda coacción
a la libertad de pensamiento y expresión; pero Menéndez Pelayo apuntó como balance históricamente positivo de la
Inquisición el que lograra evitar que España se dividiese y conociera la
mortandad, el terror y la ruina producidos por las “guerras de religión” que
asolaron el resto de Europa en aquellos trágicos momentos.
Más de medio siglo después que la española y ya antes
de la inauguración del Concilio de Trento, ante los problemas religiosos
surgidos en Alemania y las ejecuciones de católicos en el Imperio y en
Inglaterra, el papa Paulo III estableció en 1542 la Inquisición romana, y se la
confió a los dominicos por haber sido los primeros adversarios de Lutero. Luego
se fue extendiendo por diversos Estados italianos, y posteriormente se impuso
en la mayoría de los Estados católicos de Europa. Paralelamente, en los países protestantes se hacía lo mismo y con mayor
intolerancia, si bien no tenían una institución establecida formada por
teólogos autorizados: eran los jueces (ordinarios o religiosos) los que se
encargaban de lo que entonces se consideraba el crimen más execrable, como era
la ofensa a Dios. Recuérdese el caso de la quema y muerte de Miguel Servet en
Ginebra (Suiza), acusado de hereje por Calvino.
Por lo que respecta a la Iglesia católica, esa labor
de vigilancia del dogma ha perdurado hasta nuestros días: a mediados del siglo
XX, y como fruto del Concilio ecuménico Vaticano II, la hasta entonces
Congregación del Santo Oficio -que presidía el temido cardenal Ottaviani-
cambió su nombre y funciones por el de Congregación para la Doctrina de la Fe,
cuyo “Prefecto” o director a finales del siglo XX fue el cardenal Ratzinger, un
jesuita alemán y eminente teólogo, que desde 2005 es el Papa Benedicto XVI.
Ciertamente, en nuestros días vemos negativo todo tipo de imposición, incluso el control de nuestro pensamiento, ideas o conciencia, porque van contra la libertad, que para un cristiano es una cualidad puesta por Dios en el hombre, y para toda persona es un derecho inalienable e irrenunciable. Pero estos parámetros de hoy no se pueden aplicar exactamente igual a aquella sociedad de entonces: eso sería caer en el error anti histórico y acientífico del “anacronismo”, (juzgar el pasado con los criterios del presente), del que huye todo historiador serio. Por principio, un historiador explica e interpreta, pero no valora ni juzga, a pesar de que es un ser humano con sus ideas, prejuicios, convicciones, etc., y vive en un tiempo y espacio concretos, con las ideas y valores de ese tiempo y de ese lugar.
Ciertamente, en nuestros días vemos negativo todo tipo de imposición, incluso el control de nuestro pensamiento, ideas o conciencia, porque van contra la libertad, que para un cristiano es una cualidad puesta por Dios en el hombre, y para toda persona es un derecho inalienable e irrenunciable. Pero estos parámetros de hoy no se pueden aplicar exactamente igual a aquella sociedad de entonces: eso sería caer en el error anti histórico y acientífico del “anacronismo”, (juzgar el pasado con los criterios del presente), del que huye todo historiador serio. Por principio, un historiador explica e interpreta, pero no valora ni juzga, a pesar de que es un ser humano con sus ideas, prejuicios, convicciones, etc., y vive en un tiempo y espacio concretos, con las ideas y valores de ese tiempo y de ese lugar.
En quinto lugar, buscando la verdad, la precisión y
poniendo cada cosa en su sitio, debe estudiarse en sí misma y comparativamente
el fenómeno “Inquisición española”, cotejándola o contrastándola con otras
instituciones similares, pues hubo muchas. En esta labor es preciso recordar
los trabajos de historiadores y otros estudiosos serios, solventes y
desapasionados. El antropólogo norteamericano Marvin Harris no es sospechoso de
partidismo clerical ni supersticioso, sino más bien de todo lo contrario; en
uno de sus libros sobre la brujería y su represión en los tribunales reales o
municipales durante la Edad Moderna en Europa recoge y refleja los trabajos de
otros especialistas en esos temas:
[…] Se estima
que 500.000 personas fueron declaradas culpables de brujería y murieron
quemadas en Europa entre los siglos XV y XVII. Sus crímenes: un pacto con
el diablo; viajes por el aire hasta largas distancias montadas en escobas;
reunión ilegal en aquelarres, adoración al diablo; besar al diablo bajo la
cola; copulación con íncubos, diablos masculinos dotados de penes fríos como el
hielo, o copulación con súcubos, diablos femeninos. A menudo se agregaban otras
acusaciones más mundanas: matar la vaca del vecino, provocar granizadas,
destruir cosechas, robar y comer niños. Pero más de una bruja fue ejecutada
sólo por el crimen de volar por el aire para asistir a un aquelarre.
[…] Para empezar, vamos a centrarnos en la explicación
de por qué y cómo las brujas volaban hasta los aquelarres. [Así lo creían
muchos en aquel siglo] Pese a la existencia de un gran número de «confesiones»,
poco se conoce en realidad sobre historias de brujas auto reconocidas. Algunos
historiadores han mantenido que todo el extraño complejo -el pacto con el
diablo, el vuelo en escobas y el aquelarre- fue invención de los quemadores de
brujas más que de las brujas quemadas. Pero, como veremos, al menos algunas de
las acusadas tenían durante la instrucción del proceso un sentido de ser brujas
y creían fervientemente que podían volar por el aire y tener relaciones
sexuales con los diablos.
La
dificultad con las «confesiones» estriba en que se obtenían habitualmente
mediante tortura. Esta se aplicaba rutinariamente hasta que la bruja confesaba haber hecho
un pacto con el diablo y volado hasta un aquelarre, y continuaba hasta que la
bruja revelaba el nombre de las demás personas presentes en el aquelarre. Si
una bruja intentaba retractarse de una confesión, se la torturaba incluso con
más intensidad hasta que confirmaba la confesión original. Esto dejaba a una persona acusada de brujería ante la elección de morir
de una vez por todas en la hoguera o volver repetidas veces a la cámara de
tortura. La mayor parte de la gente optaba por la hoguera. Como recompensa por
su actitud de cooperación, las brujas arrepentidas podían esperar ser
estranguladas antes de que se encendiera el fuego.
Voy a describir un caso típico entre los centenares
documentados por el historiador de la brujería europea, Charles Henry Lea.
Ocurrió en el año 1601 en Offenburg, ciudad situada en lo que más tarde se
llamaría Alemania Occidental. Dos mujeres vagabundas habían confesado bajo
tortura ser brujas; cuando se les instó a identificar a las otras personas que
habían visto en el aquelarre, mencionaron el nombre de la esposa del panadero,
Else Gwinner. Else fue conducida ante los examinadores el 31 de octubre de
1601, y negó resueltamente cualquier conocimiento de brujería. Le instaron a
evitar sufrimientos innecesarios, pero persistía en su negativa. Le ataron las
manos a la espalda y la levantaron del suelo con una cuerda atada a sus
muñecas, un sistema conocido como la estrapada. Empezó a gritar, diciendo que
confesaría, y pidió que la bajaran. Una vez en el suelo, todo lo que ella dijo
fue «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». La volvieron a aplicar la
tortura pero sólo consiguieron dejarla inconsciente. La trasladaron a la
prisión y la volvieron a torturar el 7 de noviembre, levantándola tres veces
mediante la estrapada, con pesos cada vez mayores atados a su cuerpo. Tras el
tercer levantamiento gritó que no podía aguantarlo. La bajaron y confesó que
había gozado del «amor de un demonio». Los examinadores no quedaron
satisfechos; deseaban saber más cosas. La elevaron de nuevo con los pesos más
pesados, exhortándola a confesar la verdad. Cuando la dejaron en el suelo, Else
insistió en que «sus confesiones eran mentiras para evitar el sufrimiento» y
que «la verdad es que era inocente». Entretanto los examinadores habían
detenido a la hija de Else, Agathe. Condujeron a Agathe a una celda y la
golpearon hasta que confesó que ella y su madre eran brujas y que habían
provocado la pérdida de las cosechas para elevar el precio del pan. Cuando Else
y Agathe estuvieron juntas, la hija se retractó de la acusación que involucraba
a su madre. Pero tan pronto como Agathe se quedó sola con los examinadores,
volvió a confirmar la confesión y pidió que no la llevaran de nuevo ante su
madre.
Condujeron a Else a otra prisión y la interrogaron con
empulgueras [4]. En cada pausa volvía a confirmar su inocencia. Finalmente
admitió de nuevo que tenía un amante demoniaco, pero nada más. El tormento se
reanudó el 11 de diciembre después de haber negado una vez más toda
culpabilidad. En esta ocasión se desmayó. Le arrojaron agua fría a la cara;
ella gritaba y pedía que la dejaran en libertad, pero tan pronto como se
interrumpía la tortura, se retractaba de su confesión. Finalmente confesó que
su amante la había conducido en dos vuelos hasta el aquelarre. Los examinadores
pidieron saber a quién había visto en estos aquelarres. Else dio el nombre de
dos personas: Frau Spiess y Frau Weyss. Prometió revelar después más nombres.
Pero el 13 de diciembre se retractó de su confesión,
pese a los esfuerzos de un sacerdote que la confrontó con la declaración
adicional obtenida de Agathe. El 15 de diciembre, los examinadores le dijeron
que iban a «continuar la tortura sin piedad o compasión hasta que dijera la
verdad». Se desmayó, pero afirmó su inocencia. Repitió su confesión anterior,
pero insistió en que se había equivocado al haber visto a Frau Spiess y Frau
Weyss en el aquelarre: «Había tal muchedumbre y confusión que era difícil la
identificación, especialmente por cuanto todos los presentes cubrían sus caras
lo más que podían». Pese a la amenaza de nuevas torturas, rehusó sellar su
confesión con un juramento final. Else Gwinner murió quemada el 21 de diciembre
de 1601.
Además de la estrapada, el potro y la empulguera, los
cazadores de brujas utilizaban sillas con puntas afiladas calentadas desde
abajo, zapatos con objetos punzantes, cintas con agujas, yerros candentes,
tenazas al rojo vivo, hambre e insomnio. Un crítico contemporáneo de la caza de
brujas, Johann Mattháus Meyfarth, escribió que daría una fortuna si pudiera
desterrar el recuerdo de lo que había visto en las cámaras de tortura: He visto
miembros despedazados, ojos sacados de la cabeza, pies arrancados de las piernas,
tendones retorcidos en las articulaciones, omoplatos desencajados, venas
profundas inflamadas, venas superficiales perforadas; he visto las víctimas
levantadas en lo alto, luego bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y
los pies arriba. He visto cómo el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con
varas, apretaba con empulgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con
cuerdas, quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. En
resumen, puedo atestiguar, puedo describir, puedo deplorar cómo se violaba el
cuerpo humano.
Durante toda la locura de la brujería, toda confesión
arrancada bajo tortura tenía que ser confirmada antes de que se dictara
sentencia. Así, los documentos de los casos de brujería siempre contienen la
fórmula: «Y así ha confirmado por su propia voluntad la confesión arrancada
bajo tortura». Pero como indica Meyfarth, estas confesiones carecían de valor
al objeto de poder separar las verdaderas brujas de las falsas. ¿Qué significa
-se preguntaba- el que encontremos fórmulas como: «Margaretha ha confirmado
ante el tribunal de justicia por propia voluntad la confesión arrancada bajo
tortura»?
Significa que, cuando confesaba después de un tormento
insoportable, el verdugo le decía: «Si pretendes negar lo que has confesado,
dímelo ahora y lo haré aún mejor. Si niegas delante del tribunal, volverás a
mis manos y descubrirás que hasta ahora sólo he jugado contigo, porque te voy a
tratar de un modo que arrancaría lágrimas de una piedra». Cuando Margaretha es
conducida ante el tribunal, está encadenada y sus manos tan fuertemente atadas
que «manan sangre». A su lado se hallan carcelero y verdugo, y a sus espaldas
guardianes armados. Tras la lectura de la confesión, el verdugo le pregunta si
la confirma o no.
El historiador Hugh Trevor-Roper insiste en que se
realizaron muchas confesiones a las autoridades públicas sin ninguna evidencia
de tortura. Pero incluso estas confesiones «espontáneas» y «realizadas
libremente» deben evaluarse en función de las formas de terror más sutiles de
las que disponían examinadores y jueces. Era una práctica establecida entre los
examinadores de brujería, amenazar primero con la tortura, después describir
los instrumentos que se utilizarían, y finalmente mostrarlos. Las confesiones
se podían obtener en cualquier momento del proceso. Probablemente, los efectos
de estas amenazas lograron «confesiones» durante la instrucción del proceso que
hoy en día nos parecen «espontáneas». No niego la existencia de confesiones
verdaderas o de brujas «verdaderas», pero me parece sumamente perverso que los
especialistas modernos aborden el empleo de la tortura como si fuera un aspecto
secundario en las investigaciones sobre brujería. Los examinadores nunca
quedaban satisfechos hasta que las brujas confesas daban nombres de nuevos
sospechosos, que posteriormente eran acusados y torturados de una manera
rutinaria.
Meyfarth menciona un caso en el que una vieja
torturada durante tres días reconoció al hombre a quien había delatado: «Nunca
te había visto en el aquelarre, pero para acabar con la tortura tuve que acusar
a alguien. Me acordé de ti porque cuando era conducida a la prisión, te
cruzaste conmigo y me dijiste que nunca hubieras creído esto de mí. Te pido
perdón, pero si fuera de nuevo torturada te volvería a acusar». La mujer fue
enviada al potro y confirmó su historia original. Sin tortura no puedo
comprender cómo la locura de la brujería pudo cobrarse tantas víctimas, no
importa cuántas personas creyeran realmente que volaban hasta el aquelarre.
Prácticamente todas las sociedades del mundo tienen algún concepto sobre la
brujería; pero la locura de la brujería europea fue más feroz, duró más tiempo
y causó más víctimas que cualquier otro brote similar. Cuando se sospecha de
brujería en las sociedades primitivas, tal vez se empleen ordalías dolorosas
como parte del intento de determinar la culpabilidad o la inocencia. Pero en
todos los casos que conozco se torturaba a las brujas hasta confesar la
identidad de otras brujas. […]
Por todo
ello, y en conclusión, el estudio comparativo de la Inquisición es muy
revelador: muestra que en períodos especialmente conflictivos, en un solo año
se quemaban en Inglaterra más brujas que ajusticiados por la Inquisición
española durante los aproximadamente cuatro siglos de su existencia. Para la
sensibilidad y pensamiento de nuestro tiempo tan condenable es lo uno como lo
otro; pero respecto a vidas humanas, y a pesar de toda su carga negativa, la
Inquisición libró a España de las guerras de religión y de matanzas como las ocurridas
en Alemania, Francia, Escocia e Irlanda, que produjeron una ingente cantidad de
muertos y un caos civil y social.
Sin embargo, la Inquisición española ha sido tratada con una dureza deformada, crispada y sectaria que ha exagerado sus aspectos más negativos olvidando lo ocurrido en otros países. El mismo Henry Kamen ha calculado que la Inquisición sólo hizo ejecutar al 2 % de los acusados que encausó, lo que vendría a arrojar una cifra de cerca de 1.300 condenados en todo el territorio de la monarquía hispánica, incluidos los Virreinatos de América y de Italia en los casi cuatro siglos que duró; ciertamente hubo más quemados en efigie, o cadáveres, o condenados in absentia, etc. Kamen dice que “cualquier comparación entre tribunales seculares e Inquisición arroja un resultado favorable a ésta en lo que a rigor se refiere”. Si comparamos esa exigua cifra con la de franceses muertos en la matanza de San Bartolomé, resulta cercana; si la comparamos con la de brujas quemadas vivas en Inglaterra y Alemania (300.000), éstas fueron 250 veces más; si lo hacemos con los guillotinados de la Revolución francesa entre 1792 a 1794 (34.000), los revolucionarios la superan con creces; si la relacionamos con los muertos en campos de concentración nazis, o en los comunistas de la Siberia de Stalin, es infinitamente menor; si la cotejamos con los muertos del actual terrorismo islámico (EE.UU., Madrid, Irak, etc.) o el de los judíos en Palestina y territorios ocupados, la cifra se queda demasiado corta.
Sin embargo, la Inquisición española ha sido tratada con una dureza deformada, crispada y sectaria que ha exagerado sus aspectos más negativos olvidando lo ocurrido en otros países. El mismo Henry Kamen ha calculado que la Inquisición sólo hizo ejecutar al 2 % de los acusados que encausó, lo que vendría a arrojar una cifra de cerca de 1.300 condenados en todo el territorio de la monarquía hispánica, incluidos los Virreinatos de América y de Italia en los casi cuatro siglos que duró; ciertamente hubo más quemados en efigie, o cadáveres, o condenados in absentia, etc. Kamen dice que “cualquier comparación entre tribunales seculares e Inquisición arroja un resultado favorable a ésta en lo que a rigor se refiere”. Si comparamos esa exigua cifra con la de franceses muertos en la matanza de San Bartolomé, resulta cercana; si la comparamos con la de brujas quemadas vivas en Inglaterra y Alemania (300.000), éstas fueron 250 veces más; si lo hacemos con los guillotinados de la Revolución francesa entre 1792 a 1794 (34.000), los revolucionarios la superan con creces; si la relacionamos con los muertos en campos de concentración nazis, o en los comunistas de la Siberia de Stalin, es infinitamente menor; si la cotejamos con los muertos del actual terrorismo islámico (EE.UU., Madrid, Irak, etc.) o el de los judíos en Palestina y territorios ocupados, la cifra se queda demasiado corta.
REFLEXIÓN NECESARIA
Entonces,
¿por qué tiene la Inquisición (española) tan mala fama? Los judíos que la
crearon y difundieron, los ingleses, holandeses y franceses que la propagaron
durante siglos lo hicieron por ser entonces enemigos de España. Pero también lo
hicieron para que, fijándose todos en lo que ellos decían que habían cometido
los españoles, nadie prestase atención a lo que ellos mismos cometían y habían
hecho en su país y fuera de él. Y lo peor es que, todavía hoy, siguen haciéndolo: las
fotos de las cárceles de Irak lo evidencian. Esa mala fama que sus enemigos han
atribuido a España es lo que los historiadores españoles denominan “la leyenda negra”, tan arraigada que
hasta Spielberg se ha hecho eco de ella.
Por otro lado, también en España se ha dado “el furor de
los conversos” de dos maneras. De forma normal, porque los primeros
inquisidores eras judíos o procedentes de familias conversas conocidas y
notorias, y quizás por probar su fidelidad a la Iglesia católica y a sus dogmas
persiguieron con inusitados esfuerzos y dedicación a los que antes habían sido
sus hermanos en la religión judía. Pero también de forma inversa: así, el P.
Juan Antonio Llorente, que había sido secretario en la sede sevillana de la
Inquisición, que luego se secularizó y como afrancesado huyó a París al final
de la Guerra de la Independencia, escribió una Historia crítica de la
Inquisición española que se publicó en París entre 1817 y 1818 en cuatro
volúmenes, así como La Inquisición y los españoles, en las que cargaba las
tintas contra “la Suprema”, atribuyéndole la desorbitada cifra de casi 32.000
personas quemadas: hoy nadie acepta esa exagerada cantidad, ni siquiera su más
remota posibilidad. Sin embargo, a pesar de todas las calumnias y errores
vertidos sobre la Inquisición, los verdaderos historiadores no olvidan el caso
de Orfila.
Mateo-José Orfila y Rotger (1787-1853), médico y
químico español nacionalizado francés en 1819, luego catedrático de Química en
la Sorbona y decano en su Facultad de Medicina, así como presidente del Colegio
de médicos, relataba que en su juventud (1805) había ganado en la universidad
de Valencia un certamen público sobre Geología; alguien denunció a la
Inquisición las ideas sobre la antigüedad del mundo expuestas por él, por lo
que tuvo que declarar ante el inquisidor Nicolás Lasso. El mismo Orfila relató
aquella entrevista:
«Me encontré delante de un sacerdote de unos cincuenta
años, de buena planta y de aspecto majestuoso, de maneras nobles y
distinguidas. Pronto me di cuenta de que sus conocimientos y espíritu le
colocaban en primera fila de los hombres de la Ilustración. Ayer por la tarde
-me dijo- tuvisteis un gran éxito que aplaudo, tanto más cuanto que aprecio a
la juventud estudiosa y procuro estimularla con todos los medios de que
dispongo. ¿Quién sois? ¿De dónde venís? ¿Qué queréis hacer? De repente, sus
amistosas palabras desvanecieron el miedo que tenía y me cohibía en una
conversación que podría tener consecuencias desagradables para mí. Le contesté
respetuosamente, procurando demostrar que no estaba intimidado. Me preguntó:
¿Es verdad que en la sesión de ayer por la noche, cuando se os preguntó,
dejasteis entrever, siguiendo los conocimientos físicos y geológicos que habéis
aprendido en los libros franceses, que el mundo es más antiguo de lo que se ha
creído hasta ahora, y que al mismo tiempo dejasteis traslucir que vuestras
opiniones sobre la creación de tantas maravillas no son completamente
ortodoxas? Decidme la verdad. Mi contestación fue clara, de modo que quedó
satisfecho. Entonces se levantó y me invitó a entrar en su hermosa biblioteca,
señalándome, entre otros libros, las obras completas de Voltaire, de Rousseau,
de Helvetius y de otros autores modernos. Para terminar me dijo: Marchaos,
joven; continuad tranquilamente vuestros estudios y no olvidéis desde ahora que
la Inquisición de nuestro país no es tan rencorosa como se dice, ni se preocupa
tanto en perseguir como dice la gente»
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ SANZ
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